Es relativamente frecuente ver en consulta casos de trauma heredado de los antecesores. Normalmente se presenta de forma confusa, la mayoría de las personas no relaciona los síntomas que están sufriendo con situaciones de sus ascendientes, comúnmente se cree que lo pasado, pasado está, que no tiene nada que ver con uno mismo en el presente. Cuesta comprender que no estamos separados de la historia familiar, de las repercusiones que tuvieron acontecimientos traumáticos en el desarrollo familiar y como sus efectos se traspasan de generación en generación.
“La mente se desarrolla como el cuerpo a través de crecimiento interno, la influencia del medio ambiente y la educación. Su desarrollo puede ser inhibido por la enfermedad física o por un trauma” –Umberto Eco-
Cuando en las circunstancias actuales no aparecen indicadores externos de malestar, o situaciones estresantes, es necesario echar la vista atrás, qué sucedió en los primeros tiempos, que se aprendió, que se contagió, qué patrones seguimos repitiendo de generación en generación. No resulta fácil a simple vista, ya que estos traumas suelen estar fuertemente protegidos por el secreto, no se habla, no se nombra, no tiene que ver con el presente, suele decirse. Sin embargo el malestar emocional e incluso físico está presente, como en generaciones anteriores. Y esta es la paradoja, mientras no se nombre, se destape, se ventile, se trate, seguirá causando malestar a unos, y como consecuencia a otros. Pueden ser muertes, pérdidas importantes, separaciones, situaciones vitales traumáticas en si mismas que expanden sus secuelas a toda la familia.
Actualmente los estudios científicos avalan ampliamente este planteamiento. Se sabe como el malestar, por ejemplo, de un padre que sufre por sus propias vivencias es traspasado involuntariamente a sus hijos, que suelen no comprender lo que pasa. Se forma una especie de cadena, donde cada miembro familiar es un eslabón en el sufrimiento. Para poder sobrellevarlo se crean innumerables defensas, que aunque en la infancia fueron necesarias para sobrevivir al dolor y a la incertidumbre, de adultos resultan un fuerte lastre para llevar la vida adelante. Ej. Un niño puede haber aprendido a no pedir ayuda porque había mucha tensión en casa y no se podía permitir crear más problemas, es más, a su manera, estaba intentando ayudar a la familia en sus dificultades; pero cuando esta conducta defensiva persiste en la adultez esta persona puede sentirse muy aislada y privarse repetidamente de la ayuda y apoyo de las personas cercanas, dando la impresión de no desear contacto, no amar, no querer a sus propios descendientes, cuando en realidad es que se está protegiendo de su propio dolor.
Este dolor traspasado de unos a otros miembros de la familia va generando creencias disfuncionales en cada uno de sus miembros, afectando considerablemente a la autoestima, ya que se percibe un ambiente de rechazo, desconcierto, inseguridad, o abandono emocional, en el mejor de los casos, ya que las conductas desajustadas pueden llegar a ser de una violencia extrema, tanto física como emocional. El dolor sigue heredándose, dificultando o impidiendo las expresiones de amor y compartir entre los miembros familiares, por lo tanto aparece una la incomunicación, culpa, vergüenza, miedo, dando lugar a la vez dificultades en las relaciones interpersonales, en el desarrollo académico y laboral, y en prácticamente todos los ámbitos de la vida. El ciclo sigue y se traspasa a la nueva generación.
Es necesario hacer un buen rastreo en la historia personal y familiar para encontrarlo, y una vez localizado nombrarlo, verlo, comprender el efecto que tuvo en primer término a las personas más directamente implicadas, y como ello afectó a los descendientes. Se pueden comprender muchas conflictos familiares que parecieran irresolubles, incluso las propias dificultades y padecimientos. Es como si se abriera una puerta donde entra la luz de la comprensión, el calor de la empatía con las decisiones familiares, el respeto, que no la tolerancia ciega. Finalmente uno empieza a comprenderse a sí mismo, quitándose un gran peso de encima y por lo tanto aliviando a la vez a las siguientes generaciones. Se está curando la herida inicial, reprocesando y desensibilizando el trauma original, como dice Anabel González, no es lo mismo tener una herida que una cicatriz.
Podemos curarnos y sanar el impacto que nos asfixia la vida, recuperar la alegría, la ilusión, el pulso vital. EMDR (Reprocesamiento y Desensibilización por los movimientos oculares) es la terapia de primera elección en diversas Guías Clínicas internacionales para el tratamiento en el estrés postraumático.
¡Realmente puede ser un antes y después en tu vida!
Mª PILAR FUENTE
PSICÓLOGA COLEGIADA. CENTRO SANITARIO C-15-003566 y C-15-003650
TERAPEUTA FAMILIAR SISTÉMICA. MÁSTER Y CLÍNICO EMDR
ESPECIALISTA EN TRAUMA Y APEGO. TERAPIA PRESENCIAL Y ONLINE